La magia del calorcito también se hacía patente en las vacaciones.
Papá y mamá elegían siempre Punta Mogotes para irnos de veraneo, pegadito a Mar del Plata.
Alquilaban una casa, siempre la misma. La dueña era una señora mayor, que se llamaba igual que yo. Yo la miraba, desde allá abajo y me peguntaba cómo era posible que una anciana se llamara igual que yo.
La casa era típica de fin de semana. Cocina, baño un par de habitaciones, jardín y parrilla. Papá venía solamente los fines de semana, y eso nos dolía a todos.
Para mí, el viaje empezaba desde que me subía al coche. Tardabas mil horas, en una cafetera de coche, para hacer esos kilómetros. Y lo mejor eran las paradas. Parar en Minotauro, o en Atalaya, o en la estación de servicio (gasolinera), esa grande con cafetería y alfajores artesanales. Infaltable fue y es el mate, por supuesto.
No se si acá es igual. Las veces que me he ido a la playa o me he escapado de mini-vacaciones, me da la impresión de que sí, pero resulta que a la gente con la que yo viajo no le gusta parar. Y yo no sé cómo explicarles que yo disfruto de la parada, aunque lleguemos más tarde.